20 septiembre 2010

Tricentenario



Son las palabras las que cristalizan las veleidades del tiempo y de la historia. Son ellas las que nos conectan con aquellos presentes diferidos que llamamos, convencionalmente, pasado o porvenir. Es así, todo Ahora nos impone la experiencia de un Otrora y la praesciencia de un advenir. De algún modo, la línea recta e inexorable del tiempo queda abolida y, entonces, lo que parecía una sólida pared se nos aparece como una superficie llena de pliegues y recovecos. Como involuntarios crono nautas, podemos aventurarnos a un punto lejano cuyo vértice es el aquí y ahora, pero que inaugura un cono temporal que nos permite escudriñar nuestro mundo como mera arqueología. Como gotas de un secreto elixir, son las palabras destiladas de tiempo e historia, las portadoras de aquellas voces que nos convocan.

A cien años de distancia, el Chile Bicentenario se nos aparece como un mundo que no alcanzó a superar muchos de los males del Centenario de la república. Si en 1910 la mitología aristocrática presidía un orden elitista, excluyente y profundamente injusto, en 2010 fue la mitología neoliberal la que imponía sus rigores con los mismos resultados lamentables. En aquel país bicentenario de 2010 todavía eran posibles aberraciones que hoy nos avergüenzan El Chile de 2010 era un país en que la codicia y el lucro ordenaban una sociedad en que una minoría acumulaba grandes fortunas y una gran mayoría era sometida a jornadas extenuantes y salarios míseros, que hoy se estudia dentro de las formas modernas de esclavitud humana. Hombres, mujeres y niños debían pagar por sus derechos básicos como la educación, la salud. La previsión social se convirtió también en objeto de lucro para grandes corporaciones. Como consignan los libros de historia, el presidente de la época fue, precisamente, un gran empresario. Muy pocos eran sensibles al dolor del prójimo y a la salud del medioambiente, mucho menos a cuestiones éticas que hoy nos parecen obvias.

La democracia para nuestros abuelos del siglo XXI, tenía un significado muy diferente al que entendemos en la actualidad. Lo que llamaban “democracia” era en verdad la práctica de una clase política cerrada y separada del tejido social al que decía representar. Todo estaba prescrito en normas y leyes que habían sido escritas por el dictador Augusto Pinochet y defendidas a ultranza por la derecha de esos años. De este modo, se producían discusiones bizantinas, discursos tan fútiles como insustanciales, mientras la mayoría adormecida por los medios vivía un mundo cotidiano carente de sentido. La política chilena, en aquella época triste, conoció sus momentos más infames. En aquel país, los límites entre la política y los negocios eran, en la práctica, inexistentes, arrastrando a Chile a episodios grotescos de enriquecimiento ilícito, conflictos de intereses y un largo etcétera que comprometió a conspicuos civiles y uniformados de aquel tiempo.

El Chile Bicentenario fue un mundo de impostura, todo consistía en guardar las apariencias. Muchos cómplices de atroces crímenes durante la dictadura de los últimos decenios del siglo XX, posaban de demócratas, impunes y soberbios. Los primeros doscientos años de nuestro país parecen haber conjugado la represión, con la seducción de los medios y, ciertamente, el espectáculo. Todavía nos conmueven las imágenes de 2010, y resulta difícil – a cien años de distancia - comprender cómo era posible que para la gran mayoría todo aquello fuese tan natural y moralmente aceptable.

No obstante, no todo en aquel Bicentenario fue tan oscuro. Hubo unos pocos que se atrevieron a soñar un porvenir distinto. Aquellos soñadores de antaño se atrevieron a lanzar una botella a esos otros océanos, con la certeza de que su mensaje llegaría un día futuro a aquellas playas de un mundo otro. Chilenos anónimos, trabajadores, mapuches, estudiantes, artistas, intelectuales: hombres y mujeres que mantuvieron encendida en sus corazones aquella luz que guía a los pueblos. A todos esos compatriotas les debemos este país más justo, más digno que celebra por estos días su Tricentenario. Cuando los ecos de los relinchos y cañones, cuando el agua del río Aconcagua ha lavado tanta sangre, cuando los tanques han cesado de escupir fuego, cuando en La Moneda ya no flamean las infernales llamas del ocaso…Cuando este septiembre Tricentenario repite tantas primaveras, entonces, abolido todo rencor sólo nos queda una dulce tristeza. Saber que en esta esquina del mundo se escribe una página de la epopeya humana, única y singular. Son las palabras que nombran la vida, las mismas que nombran la muerte. Son las palabras, destiladas de tiempo e historia las que forjan el corazón y los sueños de una nación.



Dos mitos

Permítanme empezar mis aportaciones con una cita propia de un texto de 2006, titulado "La gráfica en el dominio de lo múltiple: una aportación crítica". En él se encontraba el siguiente apartado que he adaptado parcialmente al tema que nos ocupa:

Dos mitos

Si Dios Padre creó el Universo, todos sus seres y formas de la nada, el primer pronunciamiento del Hijo hecho hombre fue mediante la milagrosa multiplicación de unas humildes viandas. Estos son, en la tradición cristiana occidental, el origen de los dos mitos que estamos considerando. El primero simboliza la creación ex–nihilo de formas singulares y únicas, mientras que el segundo reproduce formas ya preexistentes. La multiplicación de copias es así también un don milagroso y un atributo que nos acerca a los dioses. Y hoy, si cabe, con mayor sentido, pues la capacidad reproductora y multiplicadora desarrollada por la industria genética nos acerca más aún a la divina condición, en tanto potenciales dadores de vida. La clonación, tal vez el principal objetivo de la investigación científica contemporánea, no atañe sino a la multiplicación reproductiva.

El mito clásico del nacimiento de la industria en virtud del ígneo obsequio de Prometeo, completa simbólicamente la definición de dicho don a través del valor esencial que tiene la multiplicación para la existencia y el desarrollo material humano. Pues el fuego hace la fragua, y con ésta nace la industria que permite la producción de objetos a partir del probado éxito de un prototipo. De este acto multiplicativo se deriva el poder para la supervivencia, el dominio y el acomodo del ser humano frente a la naturaleza y su fatal destino. Sobre la industria así racionalizada se ha construido la historia política, social y material humana en todos los sentidos: primero mediante la creación de útiles, bienes y productos de toda índole; después mediante el establecimiento de un sistema económico basado en el acuñamiento y producción monetaria; y, por último, mediante la divulgación fielmente repetida de conocimiento a través de la edición de libros impresos.

Los mitos de lo único (original) y lo múltiple (copia) también tienen su paralelismo simbólico con los regímenes políticos. Así, aplicados a las disciplinas artísticas, es frecuente encontrar ya en el siglo XIX la identificación entre pintura y exclusividad aristocrática. Por el contrario, se establece un vínculo entre la obra gráfica múltiple o la fotografía, y el proceso de democratización de las sociedades. Pero pese al desarrollo que han sufrido estas sociedades desde la Revolución Francesa, lo múltiple no ha gozado de reconocimiento y significación artística hasta épocas muy recientes. Pues el sistema tradicional y “aristocrático” del arte ha estado basado en prestigiar lo único, singular y exclusivo sobre lo múltiple-igualitario. Incluso en su etapa más reciente, la modernidad elaboró una figura de rango que aún perdura: la idea romántica del genio. Según esta, la obra artística sería la expresión espontánea de un momento irrepetible traspasado por la capacidad plástica, intuitiva y visionaria del artista.

Sin embargo, podemos decir que hoy cabe traer a debate la prevalencia real de uno y otro mito, a través de la identificación de algunas manifestaciones formales del arte actual, que nos lleva a considerar la emergencia y triunfo de lo múltiple sobre lo único. La modernidad ha quedado recientemente definida por el desarrollo imparable y sin precedentes de los medios técnicos y tecnológicos de registro y creación de imágenes. Frente a ellos la pintura repite procesos que han permanecido prácticamente inalterables desde hace siglos. Las nuevas infraestructuras mediáticas con que se elabora, presenta y difunde la imagen, están todas basadas sobre un potencial multiplicador y esto determina y propone nuevas posibilidades para la creación artística. Dada esta nueva situación, ¿alberga lo único y original alguna posibilidad de pervivencia?

09 septiembre 2010

La originalidad en claro (la sonrisa del difunto)

El hipercitado Baudrillard, así como sus pensamientos acerca de los "fenómenos extremos" (1991*), podría ubicarnos en algún punto de salida (o de llegada), no sólo cuando acuña: "El arte es presa en todas partes de lo falso, de la copia, de la simulación y simultáneamente de la inflación delirante del mercado del arte –auténtica metástasis de un cuerpo irradiado por el dinero–" (p.45), sino también cuando nos insta al modo auxiliar factitivo actual. Porque, si "la comunicación ya no es hablar, es hacer-hablar. La información ya no es saber, es hacer-saber" (siendo que "el auxiliar “hacer” indica que se trata de una operación, no de una acción"), y "la participación no es una forma social activa ni espontánea", sino que "está siempre inducida por una especie de maquinaria o de maquinación, es un hacer-actuar" (p.53). ¿Deberíamos "claramente" entonces entender que la originalidad sigue los mismos derroteros -como todo lo demás-? ¿que no hay originalidad, sino un hacer-originalidad de forma "obsesiva, operacional, performativa e interminable"?

Poco más adelante, en el texto, y sobre la virtualidad del asunto: "Si los hombres sueñan con máquinas originales y geniales, es porque desesperan de su originalidad, o porque prefieren desasirse de ella y gozarla por la máquina interpuesta." (p.58)

Saludos

* Baudrillard, J. (1991) La transparencia del mal (Ensayo sobre los fenómenos extremos). Barcelona: Anagrama.





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